Si os cuento lo que me pasó os estáis riendo hasta pasado mañana, aunque la verdad es que manda narices. Para que empecéis a abrir boca os diré que acabé recomendando a una empresa que conozco al capataz de un barco turístico para que es compraran estos chalecos salvavidas. Creo que no me lanzaron a mí y a mi familia por la borda porque les daba miedo que los denunciara que si no acabo nadando hasta la playa con mi hijo a cuestas y mi marido abriendo el paso.
La semana pasada estuvimos de escapada de fin de semana en Valencia mi hijo pequeño, mi marido y yo, y el sábado por la mañana subimos a un barco que ofrecía a los turistas un paseo por el puerto y la costa más cercana. Mi hijo, como es un preguntón, empezó con su retahíla de preguntas a uno de los trabajadores mientras el guía nos contaba todo lo que veíamos desde la cubierta del barco de recreo y cuando me percaté de que Toni (mi hijo) estaba poniendo ya en un compromiso al trabajador me acerqué.
El caso es que al mismo tiempo que me acercaba yo a rescatar al buen hombre, otro señor que vio la situación se acercó también sonriente a hablar con mi hijo. Resulta que era el capataz o como se diga (yo de barcos no entiendo) y le había hecho gracia que Toni estuviera preguntándole cada detalle a uno de sus trabajadores así que se acercó a preguntarle si quería trabajar de mayor en un barco y tonterías por el estilo. Yo me quedé a un lado escuchando la conversación, con ellos pero dejando a mi hijo hacer y el enano, lejos de acobardarse, empezó a hacerle preguntas aún más enrevesadas al pobre hombre hasta que llegó al punto clave: “¿Y dónde están los chalecos salvavidas? Yo no los veo”, preguntó Toni, a lo que el capataz respondió que estaban guardados porque el sol podía estropearlos. “¿Y están homologados?” volvió a preguntar mi hijo y el capataz río, yo también claro, y contestó que sí, que por supuesto.
A estas alturas varios turistas se habían girado ya a escuchar la conversación porque la verdad es que era bastante graciosa. Mi hijo le soltó no sé qué rollo sobre que las cosas tienen que estar homologadas ante la risa de varias personas y luego volvió a preguntar: “¿Y cuántos tienes”?, “Pues, unos 30”, respondió el hombre, y ahí saltó la alarma en la cabecita del enano que, minutos antes de subir al barco, había estado leyendo un cartel con nosotros sobre que tenían capacidad para 70 personas. Toni se quedó callado un segundo y luego añadió: “Pues hoy no sé cuántos somos pero en el cartel ponía que aquí caben 70 así que te faltan 40 salvavidas homologados más los de la tripulación”.
Yo me puse roja como un tomate y reí intentando suavizar el asunto pero la cara del capataz era todo un poema porque medio barco estaba escuchándolos. Cogí a Toni de la mano diciéndole que no molestara más y el hombre le contestó algo así como que no se preocupara, que su barco nunca se hundía y estábamos al lado de la costa a lo que mi hijo, ni corto ni perezoso, contestó: “Sí, sí… eso decían de Titanic y mira…”
La gente estalló en carcajadas, yo no sabía dónde meterme y el capataz me miró con cara asesina queriendo que hiciera callar a mi hijo como fuera. Me lo llevé de allí mientras la gente comentaba en pequeños grupos cosas como que el niño tenía razón, que menuda cara se les había quedado, que a ver si aprendían e incluso un chico joven que inglés, que entendía el español, se agachó para chocarle la mano a Toni y decirle: “Muy bien chaval”.
Sé que mi hijo tenía razón pero me sentí fatal, sobre todo después de que aquella mañana leyera una noticia en El Pais sobre una familia Siria que se gastaba sus últimos ahorros en unos chalecos salvavidas para cruzar el mediterráneo en patera, les iba la vida en ello, es muy triste. El artículo, por si queréis leerlo es este: “Yo pago los salvavidas, pero no tendré para el mío”. El problema es que yo estaba muerta de vergüenza en ese momento, pero me armé de valor y cuando el barco atracó en puerto y la gente empezó a bajar me acerqué al capataz y le recomendé la empresa Balsamar con la que ha trabajado mi padre muchos años y sé que tiene muy buenos precios. El hombre me dio las gracias secamente y se marchó.
Ahora lo pienso y me río pero la verdad es que Toni hizo lo que debía hacer, decir las cosas como son, así que en realidad no debería haberme avergonzado, lo que pasa es que en ese momento quería que se me tragara la tierra, la verdad.